La problemática de la dichosa capilla le consumía.
Ya no encontraba consuelo en los sinceros borrachos de aquel antro, tampoco en los mendigos iluminados de las malas calles de aquella ciudad.
Los parroquianos se le aparecían ahora como la personificación del sinsentido, de la desesperación y evasión inutil.
Los mendigos se habían vuelto viejos conocidos, y con ello habían perdido de lo circumstancial y casual que su inspiración requería.
Si quisiese un viejo conocido corrompido por el sinsentido o la desesperación Miguel Ángel solo habría tenido que mirarse al espejo en el momento justo del día. Él bien lo sabía.
Caminó entre las callejuelas hacía la parte baja de la ciudad, viendo como la luz rebotaba en los adoquines del cámino, medio destruidos por la humedad. ¿Donde quedaba la grandeza del sol en aquellos instantes? Se sentía sumido en un noche demasiado larga, ¿Como manejarse en la grandiosidad del mundo si no se es capaz de verlo en su totalidad? ¿Qué espera en esas sombras traicioneras? Quizá maravillas, quizás pesadillas, pero sumidas en la oscuridad nadie sabrá de ellas. Así se sentía nuestro pobre hombre, incapaz de sacar de las sombras aquella materia; de hecho, quizás eran imaginaciones suyas; pero podría haber jurado como pequeños lianas de oscuridad se deslizaban por su cuerpo cuando se descuidaba, dispuestas a arrastrarle a él también.
Acabó dando con sus huesos en el viejo burdel. Como siempre le recibieron con los brazos abiertos, incluso algunas con las piernas abiertaspor igual, pero el joven no estaba hoy aquí para ellas. Nada podía ya ver en aquellas anatomías grotescas en el juego de luces y sombras, no encontraría la chispa que buscaba en esas pieles extranjeras, maltradas, amadas, vendidas o regaladas.
Subió al techo del edificio y dejó su cuerpo apoyado en el borde. Con la cabeza suspendida en el vacío. Aquel vacío que en ocasiones amenzaba con devorarlo. Y allá arriba las estrellas mirándolo. Y en un rincón la luna, observándolo.
Un ruido en un instante. Una niña apareció por una obertura, llevaba un manta entre sus pequeños brazos. Él miró una vez y sin darle mayor importancia devolvió sus ojos a la negra inmensidad. La chiquilla se acercó despació y con cuidado le rodeó con la espesa manta de lana. "No vaya a resfriarse, Maestro" le dijo, solamente. Él, sorprendido por el apelativo, se incorporó y la volvió a mirar. Hubo algo en sus ojos, supo que la niñez no era algo que llevase en su cuerpo, no tan lejano en edad del suyo propio. No, ni tan si quiera era algo en su forma de actuar. Estaba escondido en el fondo de la oscuridad de sus ojos . Un leve resplandor.
La muchacha le dió un beso en la mejilla, un contacto leve y reservado. Y marchó ligera y presta.
Buonarroti miró al cielo.
Una extraña paz le invadió. Supuso que sería momentanea, pero no le importó, porque tenía aquel instante. Y, pensándolo bien, la luna era una amante constante, a pesar del que el sol la ocultase con su fulgor. La luna seguía detrás con su tímido resplandor; esperando la noche para sentirse reina y darse al mundo. Quien sabía si al final su fina luz acabaría por iluminar las sombras actuales.
Cuando el sol empezó a despuntar por el horizonte
Buonarroti,
marchó a su estudio.