17 mar 2015

La Recomendable Distancia Constante.

Él era su metastasis personal. Ella, la curandera ambulante.
Poco a poco, la relación se había ido calmando. La pasión del inicio dejó una extraña comprensión, una compenetración cómplice y silenciosa. Se habían hecho a los vicios del otro, dejaban pasar las manías y  apoyaban las rarezas ajenas ya casi propias.
Ya no necesitaban justificarse.

Existen lagunas enteras llenas de las cosas que habían acordado sin hablar, de los vacíos legales en los que navegaban en las noches frías, y los vacíos propios a los que a veces metían mano. Toques de platillos, bordes de costillas amigas que ya se conocen como la palma de las manos.

Él, llegaba, y pintaba una A. detrás de su oreja.
Nunca supo porqué, ni para que, solo para ella. Y aunque pidió explicaciones, llegó un momento en que dejó de pedirlas. Y ella nunca le estuvo tan agradecida.

Ella, sonreía, y le regalaba piropos y caricias.
Nunca pidió nada a cambio, ni tampoco cambió. Y aunque se sucedieron las ocasiones y las posibilidades, no se movió hacia delante o hacia atrás. Y él se amoldó a su presencia.

Ella ignoraba el pequeño ego incipiente, consciente de las inseguridades.
Él ignoraba las miradas tristes, consciente del dolor de las cicatrices.


La vida como planetas colindantes, acostumbrados a las vistas y las visitas; que siguen maravillándose de belleza vecina pero siempre a una recomendable distancia constante.

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