11 oct 2015

Emil y María.

A ella siempre le gustó de él ese aliento que llevaba dentro, como su corazón parecía un pequeño gorrión, como todo él parecía inspirar a uno de esos pájaros que se lanzan en picado dispuestos a sucumbir a la gravedad para luego resurgir en el éxtasis a centímetros del suelo y sobrepasar en gloria al resto del reino animal con una simpleza arrolladora. Una humildad terrible la de aquel que hace lo que está destinado a hacer sin darse laureles por ello y sin esperar nada más que la satisfacción de alcanzar las metas propias. Esa extraña atractiva vanidad que tienen solo aquellos que viven bajo sus estándares sobrepasándolos siempre.
Le gustará que sea el único ser humano que le haga pensar más haya del mundo y las personas, que le haya enseñado que pensar menos y hablar menos y decir más lo que se piensa puede ser también bueno para uno mismo.
También le gustará de él su risa, sobretodo esa que le sale del estómago aunque sea para reírse de ella. Y aunque algunos digan que es demasiado alto, demasiado flaco, demasiado listo o demasiado sensible, para ella Él es simplemente Emil, y nunca tuvo necesidad de algo distinto también supo apreciar el cambio. A ella le gusta cuidar de él y como él cuida de ella.

A él le gusta de ella que brille, que sonría con una fuerza y con una inocencia casi estúpida, una inocencia casi virgen. Que parezca la luna, con esa fuerza que tienen solo los que han sufrido y han comprendido que se puede vivir y ser feliz a parte de las cicatrices y los cráteres. Y aunque se ría de como le gustan esas pequeñas cosas, aunque diga tonterías, sea torpe y se equivoque, la quiere. A ella y a su manera de besarle como si el mundo no importase mas allá de lo que queda entre sus labios, a su murmullo de animal satisfecho, a sus ganas de hacer la vida fácil porque ya es bastante complicada
No entiende como es capaz de mantener un pie en cada orilla del río, y no elegir estar en su orilla, pero no se lo suele echar en cara, y ella siempre le habla con palabras calmadas en los momentos importantes, a pesar de que se le estalle la excitación en la voz cada vez que habla. Le gusta hacerla gemir. Le gusta como cuida de él sin agobiarle. Y también le gusta cuidar de ella.

Emil siempre sintió una parte de él atraído y repelido hacia esa cara oculta de María, esa locura ardiente se parece a una llama que devora una ciudad entera por diversión sin darse cuenta. Esa mirada, esas palabras que a veces parecen parte de un hechizo medieval o de un galimatias fuera de lugar que dejan entrever ese brillo extraño, que recuerda a Marion Cotillard en alguna de sus películas. Siempre le decía "Estás loca", porque en verdad, si no, no sabría que decir.

Maria escribía cartas. María escuchó canciones con bajos que le reventaban el pecho. María vio escenas que le partieron desde dentro. Si había una cosa que María disfrutaba era la creación y Emil era eso, y Maria lo era más con él.

A los dos les gustar que el otro ser lo último que ven al acostarse, antes de cerrar los ojos, sea de día, de noche, de madrugada

María y Emil.

En algún lugar, hoy, Maria y Emil se ponen la ropa después de hacer el amor de buena mañana. Él se ha levantado antes para ir a asearse, ella le sigue después pero va primero a hacer el desayuno. Le gusta esa casi desnudez que se le queda en el cuerpo y el tener el alma en carne viva después de gemir el nombre de Emil.

Sale humo de la habitación; Emil ya vestido se ha encendido el primer pitillo del día y va al encuentro de Maria en la cocina, le besa y murmura gracias cogiendo su taza de té. Desayunan en silencio para no perturbar a la mañana, a los pájaros que cantan en las ramas que pronto invadirán la casa por las ventanas.  Cuando acaban recogen al unísono, con la única prisa de quitarle trabajo al otro. Las mañana de rutina tienen un sabor especial, ni dulce, ni mucho menos amargo; es más como pan recién sacado del horno: caliente, confortable, sabroso; un aliciente suficiente como para soportar lo demás.

Maria en el baño canturrea mientras el agua le baja por la espalda; después, mientras se hace trenzas en el pelo mira de reojo la luz que entra por la ventana tras de ella. No sabe como lo hace la luz para estar siempre tan bonita. Piensa que a la vuelta del trabajo pasará por los puestos y comprará flores. Quizá hasta se prenda un par del pelo.
Y sonríe. Esa suerte tiene Maria, que desde hace un tiempo sabe que no hay cosa más fácil que ser feliz si te sientes a gusto en tu propia piel.

Emil bosteza en algún lugar de la casa; ya ha conectado el equipo de música, aun no se ha acabado el pitillo, a él siempre le ha costado más tiempo despertarse aunque lo disimule mejor. No entra a trabajar hasta medio día pero María se va ya. Le despide en la puerta con un par de besos, zafándose de ella y convenciéndole de que tiene que ir al trabajo por muy bien que suene quedarse en casa. Ella sonríe y desaparece por las escaleras; probablemente a la noche traiga flores o quizás en el descanso de medio día. Ya la conoce. Él, probablemente, le haga la comida, aunque no la tenga lista cuando ella llegue porque se haya entretenido en cualquier canción o imagen, o se le haya enredado el tiempo en los dedos. Porque además ella no se enfadará. Se reirá y se lo echará en cara; esperará tranquila con una copa de vino a que termine de cocinar aunque se le esté acabando el tiempo del descanso. Y aunque después coman los dos con prisas para poder volver a sus respectivos puestos, ella siempre se demorará al probar por primera vez el plato y dirá que está "de muerte". Ya la conoce. Y por eso esa noche Maria lleva dos calas pequeñas prendidas al pelo.

Lo importante no es cuando se acabe, lo importante es que mientras dure te haga volar.