11 oct 2015

María y Emil.

En algún lugar, hoy, Maria y Emil se ponen la ropa después de hacer el amor de buena mañana. Él se ha levantado antes para ir a asearse, ella le sigue después pero va primero a hacer el desayuno. Le gusta esa casi desnudez que se le queda en el cuerpo y el tener el alma en carne viva después de gemir el nombre de Emil.

Sale humo de la habitación; Emil ya vestido se ha encendido el primer pitillo del día y va al encuentro de Maria en la cocina, le besa y murmura gracias cogiendo su taza de té. Desayunan en silencio para no perturbar a la mañana, a los pájaros que cantan en las ramas que pronto invadirán la casa por las ventanas.  Cuando acaban recogen al unísono, con la única prisa de quitarle trabajo al otro. Las mañana de rutina tienen un sabor especial, ni dulce, ni mucho menos amargo; es más como pan recién sacado del horno: caliente, confortable, sabroso; un aliciente suficiente como para soportar lo demás.

Maria en el baño canturrea mientras el agua le baja por la espalda; después, mientras se hace trenzas en el pelo mira de reojo la luz que entra por la ventana tras de ella. No sabe como lo hace la luz para estar siempre tan bonita. Piensa que a la vuelta del trabajo pasará por los puestos y comprará flores. Quizá hasta se prenda un par del pelo.
Y sonríe. Esa suerte tiene Maria, que desde hace un tiempo sabe que no hay cosa más fácil que ser feliz si te sientes a gusto en tu propia piel.

Emil bosteza en algún lugar de la casa; ya ha conectado el equipo de música, aun no se ha acabado el pitillo, a él siempre le ha costado más tiempo despertarse aunque lo disimule mejor. No entra a trabajar hasta medio día pero María se va ya. Le despide en la puerta con un par de besos, zafándose de ella y convenciéndole de que tiene que ir al trabajo por muy bien que suene quedarse en casa. Ella sonríe y desaparece por las escaleras; probablemente a la noche traiga flores o quizás en el descanso de medio día. Ya la conoce. Él, probablemente, le haga la comida, aunque no la tenga lista cuando ella llegue porque se haya entretenido en cualquier canción o imagen, o se le haya enredado el tiempo en los dedos. Porque además ella no se enfadará. Se reirá y se lo echará en cara; esperará tranquila con una copa de vino a que termine de cocinar aunque se le esté acabando el tiempo del descanso. Y aunque después coman los dos con prisas para poder volver a sus respectivos puestos, ella siempre se demorará al probar por primera vez el plato y dirá que está "de muerte". Ya la conoce. Y por eso esa noche Maria lleva dos calas pequeñas prendidas al pelo.

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