7 abr 2013

La zona.

Entraron como si se tratase de un juego infantil, "demasiado mayores para estas cosas." seguro que pensó alguno. Pero se dejaron llevar, así como suele pasar en las grandes cosas de esta vida, que suelen ser causadas por los momentos más minúsculos.

Se sentaron, sintiendo como la mugre se mostraba reticente a dejarles un espacio, en unas líneas de piedra que aun podían considerarse superficie pisable.
Ella se acomodó todo lo posible sin pensar que en unas horas se daría cuenta de lo parecidas que eran aquellas líneas a la vida. Firmes, direccionadas; puestas allí por alguien, pero sin sentido aparente. Resistiendo el embate de la suciedad y ignorando como, poco a poco, son carcomidas por la humedad.
Rogando por encontrarse en su final con otra línea que les adjudique un poco más de tiempo-espacio, aunque sea en un obligado cambio de dirección.

Ellos, que ya conocían del hechizo del lugar, se preguntaban si sus acompañantes serían capaces de desentrañarlo y unirse a ellos en aquella otra realidad. Aunque ellos no veían lo mismo, para ellos aquel espacio venía dado con tintes de lluvia, como seco refugio a pesar del frío o la oscuridad. De hecho es probable que ni los dos sintiesen lo mismo, y es que a veces la importancia no está en compartir la sensación tanto como el significado.

Ella observó la luz desde aquella oscuridad, sintiendo el frío colándose por sus huesos, instalándose en ellos, adormeciéndola. Fortuitamente forzada a  la soledad (esa que suele ser necesaria para entender las cosas que suceden más allá de nosotros) se deja caer en una marejada de pensamientos. Y descubre que, hasta en una escena tan desangelada como la que transcurre frente a ella, se puede encontrar belleza. Una belleza deshumanizada, es cierto. Ver como la naturaleza lucha por engullir lo humano, borrar el rastro de aquella persona que la modificó: las enredaderas devorando la edificación, la grava desordenada, los restos de una tormenta en el cielo, por tierra.

Vuelve de su ensoñación para encontrarse sumida en el silencio que a sus pensamientos corresponde, para encontrarse con los ojos de un acompañante. Un parpadeo espaciado rematado, quizás, por la preocupación. Ella, iluminada en la negrura, sonríe; consciente de como comunicarse sin caer en el habla. Sabiendo que cuando el aire se hace espeso, y la materia parece comenzar a desintegrarse; cuando las partículas de tu ser parecen tan ligeras que en cualquier momento echarán a volar, simplemente no es momento para hablar.

Y se rompe el hechizo, un golpe de viento atraviesa la estancia. Cada uno se acostumbra a su cuerpo y se disponen a seguir con el viaje.
 Quien sabe, quizás, ha pasado un ángel.

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